sábado, 23 de diciembre de 2006

Lucinda 1

La habitación es pequeña y oscura, apenas iluminada por una lámpara, dentro Lucinda teje desde tiempos inmemoriales. Es imposible determinar su edad, no es vieja, pero hace tiempo dejó de ser joven; algunas arrugas han logrado anidar en su rostro, aunque todavía mantiene esa mirada tan llena de preguntas, aquella que apenas parece apartar de su labor cuando decide dirigirte la palabra, pero está allí y te mira, y te pierdes, y...

Tiene el cuerpo pequeño, delgado y frágil. Dicen que nunca engordó, envidia de las mujeres, ni siquiera cuando estuvo embarazada -nadie supo que lo estaba hasta que los dolores de parto hicieron correr a su marido en busca del doctor-.

Su cabello, cogido en un moño justo encima de la nuca, no es abundante. Las hebras son muy delgadas y largas, debieron ser de un negro intenso, aunque ahora están cambiando de color.

Tiene manos pequeñas llenas de lunares inmensos que cubren casi cada centímetro de su piel que originalmente debió ser blanquísima; aun ahora sus manos son tan delicadas y suaves como los pétalos de una rosa. En la mano izquierda, el dedo anular guarda un anillo de plata labrada, quien sabe donde lo obtuvo, lo cierto es que jamás se lo quita. Este anillo tiene un diseño bastante extraño, con un acabado antiguo, semeja un caracol de mar boca abajo, además tiene incrustaciones de piedras brillantes pequeñísimas distribuidas de manera asombrosa a lo largo de la comisura ondulada del caracol, el tamaño del anillo no armoniza con su dedo, es muy pequeño para la mole que se eleva cobre uno de ellos, pareciese que el caracol está tratando de engullirlo. De vez en cuando ella acerca el anillo a su oído como si pudiese escuchar el rugido del mar a través de él, un mar que ella nunca ha visitado.

Lucinda teje y teje. El viajó hace mucho tiempo.

Está muy oscuro, sería raro que hubieses notado mi presencia. Pero aun así compruebo que el tiempo no es sólo mío, cuando dejaste de ser tú. Mariano, querido, cuánto tiempo habrá pasado después de la última vez que nos vimos, querido el sueño es eterno, y el espejo aún no se ha roto.
El mar, verde, salado, inmenso, ondulante, el mar...

Lucinda calla cuando, finalmente, sus padres luego de conocer a todos los pretendientes se han decidido por uno. No se parece en nada a él, tendría que haber sido él el elegido, no este pedazo de carne fofa que sonríe y trata de mostrar lo bien cuidados que están sus dientes, si ya se nota que vas al dentista hasta cinco veces al año. Sonrisita.

De todas maneras ellos nunca se hubieran casado, sus padres jamás lo hubieran permitido. Descansó. Aceptó el pretendiente que le fue impuesto y trataba de creer que la vida que llevaría sería la mejor ya que había sido criada para dar origen a una familia, ella tenía que ser madre y esposa, su existencia no estaría completa hasta no haber concebido.

Ya es tarde la lámpara no ilumina lo suficiente y sus ojos están cansados de haber estado mirando el vacío.

Es extraño que alguien la visite a las siete de la noche, por eso voltea asustada cuando escucha golpes en la puerta, pero si todavía no es la hora de la cena.

Sonrisita. Vendrán a visitarte, hoy a las siete de la noche, con consentimiento de tu padre, por insistencia de tu madre has dejado de tejer y te aproximas a la puerta lentamente tratando de negar lo inevitable, Bruno espera abajo. Tienes que hacerte la idea de que él será tu futuro esposo, por lo menos tendrás niños con dientes perfectos. Sonrisa.

Un olor a guiso se filtra por debajo de la puerta y se escurre en tus pulmones. Ha pasado tantísimo tiempo desde que sentiste ese aroma… Mariano porqué no fuiste tú…

Abajo, la eterna canción…

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El otro espejo 2008 © Blog Design 'Felicidade' por EMPORIUM DIGITAL 2008

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