miércoles, 31 de octubre de 2007

Mi encuentro con el Sr. M.

Empezaré al mismo estilo del amigo Rolo, con un dicho: “A la cama no te irás sin saber una cosa más”.



M. y yo trabajamos juntos por casi dos años, y de cierta manera nos hicimos amigos. En GJ era difícil no conocer ni saber de la gente porque pasabamos gran parte del día (y de nuestra vida) dedicada a hacer más grande esa empresa y a hacernos más pequeños nosostros. Según la jerarquía organizacional, M. sería algo así como mi jefe.


M. no era muy bien visto. Desde que empecé en aquel empleo, todos decían que era un patán y cínico. Alguna vez tuvimos algún altercado (recuerdo que quise mandarlo a mierda desde la primera semana). Todos decían que tuviera cuidado, que era un especie de ser oscuro. La verdad a mí me hacía un poco de gracia, y decidí sacar mis propias conclusiones. No estoy de acuerdo con la impresión a primera vista. Cuando conozco a la gente empiezan con una súper nota aprobatoria, de ellos depende desaprobar en el curso de la amistad.


Cuando se fue F. (el verdadero jefe de mi área), M. me propuso para asumir su puesto. Yo le pregunté si eso iba a modificar mi sueldo. Él me dijo que con el tiempo se vería. Yo mencioné que lamentaba no poder (querer) aceptar, que no quería más responsabilidades de las que ya tenía. Insistió. Al final, sin quererlo, terminé asumiendo la jefatura de las dos áreas de ediciones en la compañía. Pero mi contacto con M. se hizo más frecuente y algo parecía haber cambiado radicalmente respecto a su trato con los demás empleados, era más tolerante y considerado, lejos estaba el tipejo fanfarrón y déspota que había conocido. Estaba tan feliz por él. Luego me ofrecieron un trabajo en una corporación, y dejé aquel empleo.



Han pasado casi ocho meses, hace unos días me llamó M. y fue toda una sorpresa. Debía de haber devuelto un disco hace meses, pero se me había olvidado. Era un buen pretexto reunirnos, yo estaba muy contenta. M. me recogió de mi oficina, y fuimos a un restaurante donde solíamos almorzar. Sin embargo, él ya no era él, o mejor aún sí era, era la versión ampliada, corregida y mejorada (¿empeorada?) de lo que había conocido. La gota que derramó el vaso fue el hecho de que hablara de una compañera a quien él había llamado para trabajar a su lado, y de la que decía había descuidado sus labores. Yo le pregunté si había hablado con ella, y él dijo que se lo había comentado a X. y a Y. y que al parecer esto llegó a sus oídos así que decidió renunciar antes de que la echaran. Cuánto de cierto tendría esa historia no lo sé, pero me llevé el peor concepto de él desde ese momento, y deseé que la hora pasase rápidamente. Esa mujer tenía una bebé; cuando la contrataron, no le reconocieron su hora de lactancia y ella lo aceptó; no le pagaban la asignación familiar y ella lo aceptó, y ahora se encontraba fuera, sin trabajo. Haciendo un recuento, intuí en que ella ya no quería sacrificar su vida en pos de la empresa, y él se fastidió con ello. Puede ser una conclusión fallida, pero realmente pienso que fue eso. Fue una pena saber que M. había vuelto a ser aquello que yo siempre negué.


Todo está claro. Ahora (¿como antes?), M. era capaz de arrasar con todos con tal de quedar bien ante la directiva de GJ. Tan importante es la mirada de los otros. M. existe porque el la directiva lo mira. Como un típico personaje de Kundera, M. existirá mientras el dueño lo necesite; mientras el dueño crezca, él crecerá a su lado. Qué imagen tan terrible y patética del pequeño M.

Estoy segura de que M. algún día leerá esto (ahora que anda fascinado con la onda de cibernáutica), y de hecho que se enojará mucho. Así también, imagino no estará de acuerdo conmigo. Desearía no haberlo visto solo para constatar que me había equivocado. Lo pienso mejor y todo esto solo me produce una gran pena.

jueves, 25 de octubre de 2007

Es increíble que, aun ahora, comprar condones sea tan difícil. Hace mucho tiempo que no había tenido necesidad de tener uno la mano, pero luego de mi última visita a la ginecóloga, mi novio y yo creímos que era la mejor opción.


Fuimos a comprar condones luego de hacer las compras de la semana. Él acostumbrado a encontrarlos en las cajas de los súper, se zambullo en kilos de caramelos, chocolates, máquinas de afeitar, Vanidades, baterías, Gato Pardos, chicles, Cosas… etc., pero ningún maldito preservativo, yo se lo había advertido, pero fiel a su costumbre no me hizo caso. “Es extraño -me dijo-, en San José por si te los has olvidado, los venden acá”.


Al salir de allí, fuimos a la farmacia del súper, pero igual, no había ninguno a la vista. Buscamos por todo lado, y nos dimos cuenta de que estos se encontraban dentro, justo detrás del mostrador, el acceso era demasiado difícil; debíamos solicitarlos. Los mirábamos de lejos (¿han intentado leer a más de tres metros con una miopía de 2 grados?). Damián y yo jugábamos imaginando qué beneficios traería el uno en comparación del otro -y es que desde nuestra posición solo podíamos ver los colores de las cajas-, y cómo le pediríamos a la señora del mostrador que nos explique las diferencias entre uno y otro. Fue realmente complicado. Cuando nos dimos cuenta ya había una gran cola de gente que esperaba ser atendida, y nos arrepentimos de pedir especificaciones. Damián empezó: “Deme dos rojos y dos morados”. Habían muchas señoras en la fila, que se quedaron mirándolo horrorizadas, cómo él señalaba sus preciadas cajitas de colores. En ese momento recordé a tía que le gritó a Damián por abrazarme en otro súper mercado. Pagamos y nos fuimos.



Damián se preguntaba porque era tan difícil, y se moría de risa. Las señoras me miraron con envidia, cuando atravesamos la fila para regresar a casa.

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